Educar desde el corazón: una meditación para el formador cristiano

Publicado en jovenesdehonianos.org, con adaptaciones

Hay muchos hoy que centran el debate educativo en la eficacia técnica de la labor docente. De ahí que haya en el ambiente una cierta opinión de que la educación mejoraría si mejoraran las competencias del profesorado, las instalaciones educativas y las metodologías pedagógicas. Puede ser cierto.

Para algunos, entre ellos el P. Dehon, la formación era sobre todo una actitud, un modo de ser y de tratar a las personas. Formar no solo es saber transmitir conocimientos y valores, es sobre todo demostrar con la vida propia la validez de lo que se cree.

Estas actitudes surgen del corazón. El educador cristiano es ante todo un hombre de corazón que se entrega de corazón a la tarea de entrenar corazones para la vida.

Desde la experiencia del P. Dehon podríamos  resumir en seis las actitudes típicas que deben anidar en el corazón del educador cristiano.

a) La acogida 

El P. Dehon se queda prendido de la gratuidad con que Dios nos trata. La oferta de Dios es gratuita, se da sin esperar nada a cambio. Dios no va pidiendo primero que nos convirtamos para darnos luego su salvación. Es al revés. Nosotros deberíamos formar generando esta capacidad de acogida al otro como es. A veces hacemos muchas cosas y nos olvidamos de generar espacios y tiempos donde las personas se puedan explayar a su antojo sin miedo a ser juzgados. En este sentido, nuestros niños y jóvenes tienen verdadera necesidad de sentirse acogidos como son. El pensamiento único, las marcas, los modos uniformes de comportamiento se le imponen al individuo de una forma implacable. Nuestros adolescentes se ven muchas veces en la angustia de renunciar a ser ellos mismos para ser aceptados. Acoger sin juzgar es el primer paso que da Dios contigo; es el primer paso para cualquier relación auténtica.

b) La cordialidad 

“Aprended del Corazón de Cristo”, insistía P. Dehon. O sea, “aprended a ir con el corazón por delante”, a
conectar con los sentimientos de la otra persona tal cual es. La cordialidad nace de la certeza de que la
bondad es frágil pero tremendamente poderosa. La cordialidad se corresponde con la empatía: es la capacidad de ponernos en el lugar del otro, comprender sus sentimientos y su situación vital, y conectar con lo más profundo de la persona, tal y como hace Dios mismo con nosotros. La cordialidad nos tiene que situar en una actitud de amor incondicional hacia nuestros destinatarios, de manera que sepan que no van a ser juzgados ni rechazados por sí mismos. Cuando alguien se siente amado así, incondicionalmente, saca de sí lo mejor. Solo cuando nos sentimos amados somos capaces de cambiar.

c) La fragilidad 

Para educar no hace falta ser perfectos, sino auténticos. No tenemos que vender nuestros productos a nadie, sino ser testigos de lo que Dios hace en nosotros. Ir con el corazón por delante supone dar la imagen de lo que somos. Nuestros defectos entonces no son un impedimento, sino un signo de autenticidad. Somos frágiles, pero tenemos a un Dios fuerte. Dios actúa en nuestra fragilidad. “Porque cuando soy débil entonces soy fuerte”,decía S. Pablo. Nuestros errores le transmiten al otro la idea de que no hace falta hacer un máster para ser cristiano ni para ser persona. La verdad nos hace libres frente al otro y le permite al otro sentirse a nuestro nivel porque, en el fondo, a la hora de cometer errores, todos somos iguales. En un mundo donde solo triunfan los que no cometen errores, es importante hacer que nuestros receptores entiendan que la fragilidad lejos de ser un defecto, es una hermosa cualidad llena de fuerza humanizadora.

d) La misericordia 

La fragilidad es imprescindible para entender la misericordia. La misericordia es el modo de amar de Dios,
diametralmente opuesto al modo que tenemos los hombres de amar. Nosotros amamos a las personas por sus méritos: es guapo/a, es inteligente, es divertido/a, me hace sentirme bien… Dios, en cambio, nos ama por nuestros defectos y debilidades. Misericordia es eso: acercar el corazón a la miseria. Dios nos ama por lo último, por lo más bajo, por lo más frágil de nosotros. Cuando nos sentimos amados así, empezamos a ver a los demás distintos, con otros ojos. Ya no nos impresionan sus méritos, sino que nos conmueven sus errores, porque son sus errores los que los hacen más parecidos a nosotros. Amar al otro cuando se equivoca es eficaz: provoca una revolución imparable.

e) La confianza y la osadía 

El amor provoca confianza. El amor de Dios provoca una confianza fundamental para todo lo que nos pasa en la vida. Cuando te sientes amado sospechas que hay algo que jamás puedes perder: “¿Quién nos puede arrebatar el amor de Dios?”. Estamos marcados por el amor, somos seres amados, y eso nadie lo puede cambiar. Quien se siente así va por la vida con la seguridad de que lo fundamental está asegurado. De la confianza nace la osadía. Y para educar el corazón hay que tener un cierto desparpajo y hasta, diría yo, una cierta temeridad. No me refiero al atrevimiento del caradura que solo persigue su interés, sino la intrepidez del que sabe que el éxito de lo que hace no depende de él, sino que está garantizado por su propia utopía.

f) La fraternidad 

Al sentirnos amados con lo que somos no podemos menos que tratar a los demás como hemos sido tratados. La misericordia y la confianza generan fraternidad. El otro ya no es competidor, juez que me mira, objeto de placer y manipulación, sino hermano, hermana. Alguien como yo que puede cambiar si siente el amor como yo lo he sentido.

Corremos el peligro en estos tiempos de concebir la formación como un problema y, por tanto, al joven o niño como un ser incómodo. Si, en cambio, planteáramos la formación como una relación, no sé si seríamos más eficaces, pero, desde luego, nos implicaríamos más como formación, padres e, incluso formados. Educar, no es tanto moldear al otro, como devolver una herencia que se ha recibido gratis. En este acto titánico y hermoso cuenta sobre todo ir a lo profundo de nuestro corazón y desentrañar las motivaciones que nos han movido en la vida y que nos siguen moviendo a formar personas. En esta tarea tenemos un ser que nos alienta, que nos inspira y que multiplica nuestras frágiles fuerzas: el gran Pedagogo, el Dios del Corazón Paciente.

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